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Una ciudad abandonada (1:1-22)
Luego de que la ciudad fuera hollada y pisoteada completamente,
se encuentra vacía. Pareciera que Dios se puso del lado de sus ene-
migos. Los que son testigos de esto, no dejan de lamentarse, ya que
aquella ciudad hermosa se ha tornado en desolación. Dice en forma
repetitiva que ante esta catástrofe, no hay quien les consuele (vv. 2,
9, 16-17, 21).
El juicio de Dios (2:1-22)
El profeta no cree que la caída de Jerusalén fuese causada por el ejér-
cito de Babilonia, porque sabe muy bien que se debe a la ira de Dios.
El Todopoderoso ataca la ciudad escogida por los pecados de Judá; y
permitió también que Su santuario, en donde moraba con Su presen-
cia, fuera saqueado. Desaparece todo gozo de los días de fiesta y los
días de reposo que Dios le había dado a Sión. Los niños perecen en
las calles. Los que están hambrientos porque no tienen qué comer,
comen hasta carne humana para sobrevivir (2:20). El pueblo de Dios
desfallece por el juicio divino. El profeta confiesa que no hay nadie
que pueda huir ni sobrevivir al ardor de la ira de Dios.
La esperanza viva (3:1-66)
El profeta siente que es él mismo quien se encuentra en tinieblas,
sus huesos se han quebrantado, han desgarrado su carne y derrama-
do su sangre. Se lamenta diciendo que Dios ha hecho de él un blan-
co para la saeta, y el látigo de Su enojo. Es tan dolorosa la situación
que se siente lleno de amargura y embriagado de ajenjos. Pero él
recuerda muy bien que las misericordias de Jehová son infinitas, y
que por tanto, el pueblo escogido nunca será destruido por comple-
to. La misericordia y la fidelidad de Dios se renuevan cada mañana
(vv. 22-23). El profeta sabe muy bien que Dios no aflige ni entriste-
ce voluntariamente a los hombres.
Luego de declarar algunas palabras de esperanza, se da cuenta del
peligro que le rodea; y pide protección a Dios, quien todo lo ve y co-
noce. Dios es el protector de nuestra vida y se venga de nuestros ene-
migos que se levantan con maquinaciones contra nosotros.
Jerusalén es sitiada (4:1-22)
¡Mejor hubiera sido dejar caer fuego y azufre del cielo y ver la ciu-
dad quemada en poco tiempo, como Sodoma! Es cruel la realidad
que Jerusalén tiene que afrontar, porque su pueblo se encuentra en
una aflicción sin par. Los que eran preciados y estimados más que el
oro puro, son mantenidos como vasijas de barro; el pueblo de Sión
se ha vuelto tan cruel, que son como las avestruces que no cuidan