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siedad de nuestras vidas. En el momento en que caemos en la duda y cuestionamos
“¿Por qué, Dios?”, “¿Por qué será que Dios hace tan miserable mi vida?”, Satanás no
pierde la oportunidad para tentarnos y nos susurra: “Es imposible que si Jesús es el
Mesías te abandone de esta manera. Si Dios te amara no te sucedería esto”. ¿Quién
no se tambalearía ante semejante palabrería de Satanás? Nuestra fe se desvanece-
ría sin dejar rastro alguno, y de los labios que hasta ayer cantaban canciones de paz,
sólo saldrían suspiros y nos frustraríamos pensando: “Todo ha terminado, ya no hay
manera de resolverlo. ¿Quién podrá ayudarme en esta situación?”. Entonces, Sa-
tanás se acerca más todavía y mete su dedo en nuestra llaga, desalentándonos más
aún, diciéndonos: “Dios escucha con atención las oraciones de los demás, pero no
tiene ningún interés en ti. Mientras que el resto recibe Su protección, tú fuiste aban-
donado. Por eso te suceden estas cosas sólo a ti”. Sin embargo, esto es una mentira.
Una persona de fe no se forma de la nada
Ni los personajes bíblicos se encontraban fácilmente con Dios, ni avanzaban por el
camino de la fe valientemente sin tambalearse. Lo mismo le sucedió a nuestro padre
de la fe, Abraham. A pesar de que recibió la promesa de Dios de que lo bendeciría
con un hijo a los setenta y cinco años, pasaban los años sin que se cumpliera. Por
eso buscó tener un descendiente utilizando el método humano y acudió a su sierva
Agar, en lugar de su esposa, Sara. Y luego de veinticinco años, cuando él ya tenía
cien y Sara noventa, tuvieron a su hijo Isaac. Viendo cómo envejecían, ¿qué habrán
pensado a lo largo de todos aquellos años? Concebir un bebé parecía cada vez más
imposible. Además, Sara tuvo que soportar ser humillada durante trece años por su
sierva Agar, quien había tenido un niño saludable. Del mismo modo, formar una
persona de fe es como un proceso de moldeo en el fuego.
La clave para permanecer en paz como
un bebé en brazos de su madre
La comunidad de la fe tiene un papel importante para sostener a quienes se tam-
balean y tropiezan en el camino de la fe. Al relacionarnos con los fieles nos damos
cuenta de que no somos los únicos con dificultades, sino que hay otros que también
sufren, y nos llenamos de renovadas esperanzas alentándonos mutuamente.
Si bien la paz que alcanzamos por medio del desarrollo de nuestra personalidad es
el resultado del esfuerzo intencional, la serenidad que tiene un creyente nace de la
seguridad y la fe de que se hará el bien gracias a nuestro Padre, Dios. Es la misma
tranquilidad del bebé, que luego de ser amamantado duerme tranquilo en brazos
de su madre. Tal armonía no puede venir del mundo y es un reposo que sólo pode-
mos gozar si nos transformamos en niños ante el Señor. Además, es una fuerza que
podemos poseer únicamente si nos debilitamos. Así como Juan el Bautista que dudó
al estar preso; y como Sara y Abraham, que desconfiaron a causa de la larga espe-
ra, confiemos y continuemos mirando sólo al Señor, recordando a éstos que a pesar
de todo no se alejaron de Él.